El día en que Hasenkamp saltó a la fama

Una muy linda nota de nuestro colaborador y camarada de armas John Lake.
Con ustedes...


EL DÍA QUE HASENKAMP SALTÓ A LA FAMA


La semana pasada el combativo agricultor De Angeli junto a otros productores, copó un banco en una localidad de la provincia de Entre Ríos, pero nadie me preguntó dónde quedaba el campo de mi hermana… Los titulares de los diarios resaltaban en negrita el nombre de Hasenkamp, de complicada pronunciación, pero nadie me preguntó dónde quedaba el campo de mi hermana… En los medios gráficos aparecieron mapas con la ubicación del pueblo y el trazado de las rutas que lo circundan, pero nadie me preguntó dónde quedaba el campo de mi hermana…

La explicación que tenía que dar para ubicarlo se asemejaba a una mini clase de geografía que dejaba aún más confundido al interlocutor. “_Está en la provincia de Entre Ríos, 100 kilómetros al norte de la ciudad de Paraná_” decía yo, “_sobre una ruta que cruza de oeste a este la provincia, la Nº 127, que termina en Cuatro Bocas_”, nombre extraído, tal vez, de un cuento de Horacio Quiroga. “_No te confundas con la 12 que bordea el Paraná. El pueblo más cercano es Alcaraz, pero el más importante es Hasenkamp_”. “_¿Jasen queé?_” Siempre había que repetirlo o deletrearlo. ¡Ah!... Si de Angeli y sus huestes me hubiesen dado una mano en la década del setenta, no habría tenido que gastar tanta saliva en explicaciones.

Hasenkamp tenía un pequeño y modesto hotel donde nos alojábamos mientras se construía la casa del campo, apodada por los lugareños “el chalet”. El hotel era regenteado por un matrimonio descendiente de árabes. Tenían una hija rubia de grandes ojos celestes, celosamente custodiada por sus padres, que, años más tarde, sería reina del carnaval del pueblo. Venido de la ciudad, yo me sentía su James y ella era mi Balbina. Los días de semana los viajantes de comercio copaban las pocas piezas, donde obtener un chorro caliente de la ducha eléctrica, era un albur. En el comedor cada comensal tenía guardada su botella de vino tinto, tan fría como un blanco bien frappé. Hombres solitarios y aburridos. Cena – habitación del hotel – auto – visitas – nuevo pueblo. Esa era su rutina. Mientras tanto los feligreses de Hasenkamp rezaban en sus misas el credo del Concilio Vaticano Segundo, cuando en la Capital hacía tiempo que se había desechado. Orgullosos, sin equivocarse, se sentían más identificados con las corrientes renovadoras cristianas.

Chicha, la esposa del capataz, era la Crónica TV del campo. Con ánimo reprobatorio nos contaba cómo las rusas del campo vecino se revolcaban debajo de los árboles con cuanto forastero atravesase la tranquera. Su indignación aumentaba al detallarnos las relaciones incestuosas y más retorcidas aún, entre las familias de los hacheros que desmontaban las malezas. No necesitaba la TV, tenía a mi Tota y Porota (Luz – Porcel) propias. Al finalizar cada comentario apoyaba su mano sobre la mejilla acompañado de un “-¿Vio?-”. También conocía vida y misterio de cuanto pato, ganso o ave que revolotease en derredor de la casa. Lo mismo con las vacas y sus terneros. Cada uno tenía su nombre. Para mí eran todos iguales. Tantos eran los apodos y vínculos entre los animales que parecían componer una segunda familia de parientes lejanos. En una ocasión un amigo mío medio picaflor montó una yegua algo briosa. Salió disparado en línea recta a puro galope y se perdió detrás de un monte de ñandubay. Reapareció exhausto a la media hora. Meses más tarde parió la yegua. Chicha fue la encargada de asignar a mi amigo la paternidad del potrillo…

Estábamos en plena dictadura. Pero lo que los militares escribían con el puño, el clima lo borraba con el codo. Una noche cuando regresábamos en un auto a Paraná junto con tres amigos, la ruta estaba atestada de controles. En cada cruce nos detenían los militares iluminándonos las caras con una linterna y pidiéndonos documentación. Cuatro jóvenes en un auto, faltaba que nos colgáramos el cartel de “sospechosos”. Por suerte una gran tormenta hizo desaparecer todos los controles como por arte de magia y pudimos llegar sin inconvenientes a nuestro destino. Eran las épocas de los Hermanos Cuesta y su hit Soy entrerriano. Yo me consideraba uno más.

En otra oportunidad la lluvia nos jugó en contra. Demasiados confiados, ante un incipiente aguacero tomamos un camino de tierra para acortar distancia. El barro patinoso provocó un descontrol en la camioneta y terminamos en una zanja. Debimos abandonar el vehículo y caminar once kilómetros por el barro en plena noche, solo iluminados por los relámpagos que reflejaban de tanto en tanto árboles fantasmales. Rogando que ningún perro de los campos vecinos se nos abalanzara en medio de la oscuridad, arribamos extenuados y empapados a Hasenkamp.

El ingeniero a cargo de la construcción del chalet vivía preocupado por la fragilidad de los suelos. Un día, mientras visitaba las viviendas de los puesteros, en su búsqueda de una solución al tema de la estructura, descubrió una habitación usada como depósito, revestida con valiosas maderas abandonadas por una vieja empresa de ferrocarriles. Tal vez inspirado en La novicia rebelde, mandó retirar el revestimiento para utilizarlo en la cocina del chalet; al igual que María había utilizado las cortinas de la mansión para vestir a los hijos del capitán von Trapp.

Las noches, luego de la cena, concluían en tertulias o con la compañía de algún libro. En alguna oportunidad hasta tuve en mis manos Las obras completas de Borges, uno de esos libros que siempre se regalan pero que nunca se leen. Así como salen de las librerías permanecen en las bibliotecas hogareñas.

Ante tanta monotonía recuerdo, sin embargo, dos noches en particular. La primera fue la visita al pueblo de un elenco de radio teatro que venía a representar en vivo lo que se escuchaba por el receptor. A sala llena los actores recreaban en carne y hueso las fantasías del público. De pronto un espectador se dirigió a un actor en los siguientes términos: “-No grite tanto que me despierta al nene-”. La obra continuó pero el final nos tenía deparado una sorpresa: el héroe justiciero mató finalmente al villano. El público festejó el suceso con todas sus ganas y solicitó una repetición. Ante nuestro asombro el muerto resucitó para volver a ser herido mortalmente una vez más. Al igual que en la ópera, cuando a un gran tenor se le pide la repetición de una aria magníficamente cantada. La segunda noche nos encontró en La Paz con el ingeniero y el capataz en busca de gremios y materiales para la obra. En el único cine los afiches anunciaban El pibe cabeza de Torre Nilsson. Fue un sábado a la noche distinto. En una vieja sala abarrotada disfrutamos de las andanzas del delincuente de los años 30. Una ciudad conocida actualmente por las bondades de sus aguas termales donde el cine, hoy, es una historia lejana.

¡Cuántos recuerdos! La tía Corina montada en un alazán para la foto; don Enrique en el momento de ofrecer su cinturón para extraer un ternero del vientre de la madre, una fría mañana de julio; la esposa del ingeniero y sus primeros pasos gastronómicos en una cocina que le quedaba inmensa; la foto de los amigos delante de la panadería del pueblo.

Sí, ahora, cuando me pregunten, daré como referencia para ubicarlo el episodio de De Angeli. Me dirán: “-Ah sí, ya sé, me acuerdo-”, pero seguirán sin entender muy bien dónde queda el campo de mi hermana…

JOHN LAKE

Comentarios

Anónimo dijo…
A john Lake:
Desde Hasenkamp te escribo despues de leer tu articulo me gustaría saber un poco más de Ud. para saber a ciencia cierta si lo que usted relata es verdad.
Anónimo dijo…
Coincido totalmente con ANÓNIMO. John Lake: no se esconda detrás de un seudónimo y comente algo más específicamente de Ud para no suponer que es un delirante pasado de películas y libros
Anónimo dijo…
John Lake: somos un grupo de hasenkampenses maravillados por su narración sobre nuestro querido HASENKAMP. Sería de nuestro agrado poder contactarnos con ud. para incorporar sus comentarios en el Libro del Centenario de nuestro Pueblo ( ya ciudad )
Ya le mandé el link pero ustedes pongan un mail o algo..!

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