Federico Nietzsche: El arte y la ética en El nacimiento de la tragedia por Pablo Sebastián García
De hecho el libro entero no reconoce, detrás de todo acontecimiento, más que un sentido y un ultra-sentido de artista, –un «dios», si se quiere, pero, desde luego, tan sólo un dios artista completamente amoral.
Este tipo de afirmaciones han contribuido a elaborar una imagen de Nietzsche como un «monstruo moral», interpretando que Nietzsche propone el enfrentamiento entre dos esferas antitéticas e irreconciliables, el arte y la moral, cuya subsistencia individual depende de la completa negación y destrucción de la otra, entendiendo que Nietzsche se decide por el arte y emprende la destrucción de toda moral.
Sostenemos la tesis contraria: «destrucción» de la moral por parte de Nietzsche es un intento de fundamentación, de una fundamentación más radical de la ética.
En su Ecce homo, en el capítulo dedicado a El nacimiento de la tragedia, Nietzsche dice:
Una «idea» –la antítesis dionisíaco y apolíneo–, traducida a lo metafísico; la historia misma, como el desenvolvimiento de esa «idea».
La tesis central de esta obra sugiere, que toda actividad humana, todos los fenómenos histórico-culturales, se hacen inteligibles sólo a la luz del desenvolvimiento de aquella «idea». Obviamente se incluye dentro de esa actividad la moral. Ahora bien, la antítesis originaria de lo apolíneo y lo dionisíaco es una tesis estética.
Mucho es lo que habremos ganado para la ciencia estética cuando hayamos llegado no sólo a la intelección lógica sino a la seguridad inmediata de la intuición de que el desarrollo del arte está ligado a la duplicidad de lo apolíneo y de lo dionisíaco.[2]
Y unas líneas más a delante leemos:
Con sus divinidades artísticas, Apolo y Dioniso, se enlaza nuestro conocimiento de que en el mundo griego subsiste una antítesis enorme, en cuanto a origen y metas, entre el arte del escultor, el arte apolíneo, y el arte no-escultórico de la música, que es el arte de Dioniso.[3]
Nietzsche plantea la antítesis entre dos «mundos artísticos», dos «instintos» dice y aclara su naturaleza acudiendo a una comparación con dos estados psicológicos:
Para poner más a nuestro alcance esos dos instintos imaginémoslos, por el momento, como los mundos artísticos separados del sueño y de la embriaguez; entre los cuales fenómenos fisiológicos puede advertirse una antítesis correspondiente a la que se da entre lo apolíneo y lo dionisíaco.[4]
Es decir, por una parte, el mundo entero de las figuras oníricas, en el cual actúa –por decirlo así– el impulso de crear imágenes; y por otra, el ámbito de la confusión embriagada, propia del arte musical, en el cual el sujeto espectador y el objeto artístico contemplado se fusionan.
Podemos hacernos una idea más acabada de estos opuestos si tenemos en cuenta la descripción de ambas divinidades que traza Walter Otto en su Teofanía:
Lo dionisíaco desea la embriaguez, vale decir, la cercanía; lo apolíneo busca la claridad y la forma, as decir, la distancia, la actitud del que busca el conocimiento. El ojo solar de Apolo rechaza lo muy cercano, el confuso enredarse con las cosas, y también la embriaguez mística y su ensueño extático. No quiere lo que sentimentalmente llamamos el «alma», sino el espíritu. Eso significa: libertad, distancia distinguida, amplitud de visión.[5]
Podemos concebir lo apolíneo como un impulso o necesidad humana hacia la afirmación de la propia individualidad frente a lo que es extraño al sujeto, y a la vez, hacia la diferenciación de cada ente particular dentro de esa esfera de lo extraño. La figura de Apolo, que es para Nietzsche un «símbolo» de esta tendencia, consiste en la divinización del principium individuationis.
Lo dionisíaco representaría a su vez el impulso o la tendencia, o la necesidad humana de unidad con la totalidad, de fusión en el todo de la realidad. Lo dionisíaco se nos aparece no sólo como la tendencia hacia la unidad con el resto de los hombres sino también como la tendencia a confundirse dentro de lo que Nietzsche llama la «marea cósmica». Se trata, pues, de una relación de unidad indiferenciada en la que el sujeto individual desaparece para fusionarse con los demás hombres y con la naturaleza. Nietzsche habla de:
aquellas emociones dionisíacas en cuya intensificación lo subjetivo desaparece hasta llegar al completo olvido de sí [6]
Y, a la vez, esta fusión significa una reconciliación de realidades que se hallaban escindidas. Dice Nietzsche:
Bajo la magia de lo dionisíaco no sólo se renueva la alianza entre los seres humanos: también la naturaleza enajenada, hostil o subyugada celebra su fiesta de reconciliación con su hijo perdido, el hombre.[7]
Lo dionisíaco se caracteriza por la desproporción y la desmesura. Este impulso dionisíaco hacia la desproporción y la desmesura aparece –nos dice Nietzsche– a través de todo el mundo antiguo, desde Roma hasta Babilonia,[8] y se expresa en lo que él describe como «festividades dionisíacas»:
En casi todos los sitios la parte central de estas festividades consistía en un desbordante desenfreno sexual, cuyas olas pasaban por encima de toda institución familiar y de sus estatutos venerables; aquí eran desencadenadas precisamente las bestias más salvajes de la naturaleza, hasta llegar a aquella atroz mezcolanza de voluptuosidad y crueldad que a mí me ha parecido siempre el auténtico «bebedizo de las brujas».[9]
Este tipo de festividades no tienen lugar en Grecia precisamente a causa de la poderosa presencia de Apolo en la cultura helénica. Nietzsche concibe esta interpretación a partir de un esquema schopenhaueriano que separa la realidad en sí y la realidad como fenómeno, es decir, como representación. Lo dionisíaco nos abre a la realidad en sí, con su profunda necesidad de unidad y su poderosa tendencia hacia la alianza entre los hombres y la naturaleza, pero con su carga de crueldad y de sufrimiento. El conocimiento de esta realidad en sí es lo que lleva a Sileno, el démon acompañante de Dioniso, a expresar frente al rey Midas:
Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para tí: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para tí morir pronto.[10]
Pero esta filosofía propia del conocimiento de la realidad en sí, filosofía que impulsa al autoaniquilamiento, «fue superada constantemente, una y otra vez, por los griegos, o, en todo caso, encubierta y sustraída a la mirada, mediante aquel mundo intermedio artístico de los Olímpicos.»[11]
Este mundo que nos abre la religión olímpica, con sus dioses y sus héroes, es el producto artístico de la tendencia apolínea. Dice Nietzsche:
Todo ese mundo olímpico ha nacido del mismo instinto que tenía su figura sensible en Apolo, y en este sentido nos es lícito considerar a Apolo como padre del mismo.[12]
El deseo apolíneo de armonía y belleza teje una red ilusoria que encubre, con el brillo resplandeciente de las figuras olímpicas, el horror y el sufrimiento de la realidad en sí. El mundo de Apolo es el reino de la representación, o, si se quiere, de la ficción artística. Pero se trata de una representación sin la cual no es posible una vida humana. Por eso afirma Nietzsche:
El mismo instinto que da vida al arte, como un complemento y na consumación de la existencia destinados a inducir a seguir viviendo, fue el que hizo surgir también el mundo olímpico.[13] […] Para poder vivir tuvieron los griegos que crear, por una necesidad hondísima, estos dioses: esto hemos de imaginarlo sin duda como un proceso en el que aquel instinto apolíneo de belleza fue desarrollando en lentas transiciones, a partir de aquel originario orden divino titánico del horror, el orden divino de la alegría: a la manera como la rosas brotan de un arbusto espinoso.[14]
Bajo el impulso apolíneo, entonces, se invierte la sabiduría de Sileno. La existencia se transforma en lo apetecible de suyo de modo que para el hombre homérico, atrapado por la magia de Apolo lo peor de todo es morir pronto, y lo peor en segundo lugar es llegar a morir alguna vez.[15] Tal es el poderoso influjo del dios délfico.
Frente a la caótica y sufriente realidad originaria, Apolo construye un mundo aparente valiéndose del principio de individuación, principio que, a la vez, es la norma ética básica para el griego apolíneo. Dice Nietzsche:
Esta divinización de la individuación cuando es pensada como imperativa y prescriptiva, conoce una sola ley, el individuo, es decir, el mantenimiento de los límites del individuo, la mesura en sentido helénico.[16]
Observamos que el «instrumento» de que se vale Apolo para tejer el mundo de la bella apariencia exige también una realización en el plano ético. La actividad del dios délfico no se detiene en las artes plásticas sino que se prolonga a las otras esferas de la vida humana. De divinidad originariamente artística, Apolo se convierte en divinidad ética, cuyo «imperativo categórico» ordena afirmar y sostener la individualidad a través de la mesura, del mesurado autolimitarse. Dice Nietzsche:
Apolo en cuanto divinidad ética, exige mesura de los suyos, y, para poder mantenerla, conocimiento de sí mismo. Y así, la exigencia del «conócete a tí mismo» y de «no demasiado» marcha paralela a la necesidad estética de belleza.[17]
¿Qué conclusiones podemos extraer de lo expuesto? En primer lugar, la ubicación de la ética por parte de Nietzsche dentro de una teoría más abarcadora y explicativa de toda actividad humana: la oposición entre lo apolíneo y lo dionisíaco. Sólo a partir de esta oposición originaria el fenómeno ético adquiere inteligibilidad: la ética se funda en el principio apolíneo, y se convierte así, por una parte, en una de las artes del encubrimiento que otorgan belleza a la existencia, y por otra, en un instrumento de lucha contra el principio dionisíaco que tiende a la confusión caótica y a la autodisgregación del individuo. Y a partir de este fundamento la ética adquiere también sus objetivos fundamentales, que son, a nuestro entender, principalmente tres. En primer lugar, y como actividad propia de la esfera apolínea, la ética se orienta hacia la realización de la armonía, entendida como fundamento de la belleza. En segundo lugar, esta realización de la armonía y la belleza se orientan hacia la preservación del individuo y de la vida individual. En tercer lugar, la realización de los dos objetivos anteriores requiere la abolición de aquello que dentro de la esfera dionisíaca resulta lo más peligroso para el individuo: la crueldad y el sufrimiento.
En definitiva, para decirlo al modo de Nietzsche, a partir del originario orden divino titánico del horror, por la necesidad hondísima de afirmar la existencia, ha debido nacer la ética como expresión apolínea, «a la manera como las rosas de un arbusto espinoso».
[1] F. Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, trad. A. Sanchez Pascual, Alianza, Madrid, 1979, p 31.
[2] Op. cit., p. 40
[3] Op. cit., p. 40
[4] Op. cit., p. 41
[5] Walter Otto, Teofania, trad. J. J. Thomas, EUDEBA, Buenos Aires, 1968, p 121
[6] F. Nietzsche, op. cit. p. 44
[7] Op. cit., p. 44
[8] Op. cit., p. 47
[9] Op. cit., p. 47/8
[10] Op. cit., p. 52
[11] Op. cit., p. 53
[12] Op. cit., p. 51
[13] Op. cit., p. 53
[14] Op. cit., p. 53
[15] Op. cit., p. 53
[16] Op. cit., p. 58
[17] Op. cit., p. 58
Comentarios
Se me ocurren muchas cosas más, pero preferiría leer otros comentarios desde esta lectura.
Saludos!